cuando era jóven (pongámosle, cuando tenía 17 años) habíamos adoptado la costumbre mi grupito de amigos de aquella época y yo de visitar cabarutes.
fue así como en menos de dos semanas, habíamos recorrido todos los cabarulos de aquella ciudad del sur donde vivíamos. era invierno, recuerdo, porque la tristeza pegajosa que me generaba entrar a esos lugares era acompañada siempre de la sensación de tener mi nariz congelada y pequeños estremecimientos de frío.
del mas berreta al más cuidado, la sensación era la misma en todos. el vacio y soledad de los rostros de las mujeres era similar (aunque su peso aumentaba a medida que las tarifas bajaban). la modalidad era siempre la misma. entrabamos, nos sentabamos en una mesa, mirabamos a nuestro alrededor. ellos y ellas pedían una cerveza y se reían de los personajes sentados en aquellos lugares. yo, en cambio, me abstraía de los comentarios maliciosos y sentía que de alguna forma la melancolía berreta de esos lugares tenía algo que ver conmigo.
en el adán y eva, por ejemplo, el ambiente era festivo. sin embargo, la tristeza estaba igual, tal vez más presente incluso por la falsedad hipócrita del jolgorio colectivo. el tipo del pianito condensaba en todo él el patetismo payasesco de la escena. estaba ahí, tocando en su teclado de forma extraordinaria una, dos, tres, cinco canciones de cumbia. en un momento, se da vuelta y mira a su público (putas, borrachos, marineros y nosotros) y dice: para cambiar un poco, esta noche traje un par de temas de rock nacional. ¿les parece que toque algunos?.
de pronto, los borrachos parecieron despertar y expresaron su disgusto por el cambio de guión: no loco, cumbia, tocá cumbia cheee.
la cara de resignación del tipo hizo que yo le gritara: dale, tocate una de virus. mis compañeros de mesa, entre divertidos y obligados por una cuestión de lealtad, apoyaron mi moción tibiamente mirando con incomodidad a los costados.
el tipo semi sonrió y dijo: para la chiquita de ojos negros sentada en la mesa de allá.
tocó imagenes paganas de forma impresionante. recibió al terminar unos pocos aplausos, provenientes de nuestra mesa. me volvio a mirar, y repitió como una letanía al micrófono: vengo agotado de cantar en la niebla. inmediatamente volvió a comenzar con su repertorio habitual. los marineros borrachos aplaudieron la vuelta al libreto más enardecidos que lo habitual. el tipo tocó otras 10 canciones de ritmo similar. de pronto se levantó del butacón, guardó con primoroso cuidado el instrumento, nos miró y saludó con una inclinación y desapareció por la puerta de entrada. al rato, cuando salimos, nos lo encontramos sentado contra un árbol en la entrada del lugar. no nos miró, escuchaba musica absorto con unos auriculares, mientras hacía el gestito de tocar el piano con sus dedos.
el fénix, por otro lado, era el más deprimente de todos. pero también era mi preferido. fuimos un par de veces bajo protesta de mis amigos varones (ni siquiera hay putas que se puedan mirar belén). había algo de ese lugar que me fascinaba. para entrar, tenías que subir como tres pisos de una escalera de cemento alisado angosta. al entrar al lugar, el humo de cigarrillos berretas estilo los gavilán te envolvía. era un olor a cigarro duro, penetrante, que te producía que tosas casi de forma instintiva. las putas eran enormes. medias de red, shorts de cuero plástico negro, corsets desgastados de colores horribles (violeta, naranja, amarillos ocres, bordó) indicaba que el genio del dueño había decidido vestir a sus nenas como si fueses un grupo de pop, todas iguales pero con diferentes colores. ninguna debía pesar menos de 120 kilos. las luces del lugar, apagadas, y unos foquitos prendidos con papel celofán puesto encima para que diesen luminosidad azulada le daban al lugar el toque surrealista necesario. había una pared que separaba el lugar de las mesas (de plástico, tipo de jardín, con una silla de cada tipo con el tapizado desgastado) del lugar para bailar. sin embargo, la pared tenía una abertura con forma de corazón (en serio) que te permitía mirar a la pista de baile. allí, las putas bailaban apretadas con sus futuros clientes. enormes, parecían envolver a esos tipos que quedaban extrañamente pequeños en relación con ellas. el cuadro kitsch se completaba con la decoración de lucecitas navideñas en pleno julio, colgadas de las ventanas empañadas por el frio contrastante de afuera y el calor humano de dentro. pero no eran cualquier tipo de lucecitas, sino las de colores con musiquita. la mitad de las luces no prendían y la musiquita sonaba, ronca y gastada, de fondo. cada vez que la musica general del lugar saltaba o se paraba, quedaba solo el sonido de la musica navideña que, arrastrada, y con un ritmo mas lento que el habitual, daba un marco que parecía indicarnos en forma de cuadro monstruoso donde estábamos, que ya no eramos niños y que en julio los arreglos navideños condensaban más que nunca ese malestar que generan en cualquier época del año: las navidades son las peores fechas del mundo para pasar en soledad. en el fenix, parecían querer indicarnos, era siempre navidad.
si alguien me pidiese que describiera que es para mi la desolación,ese cabaret sería la imagen perfecta. la tristeza allí era contagiosa, el gusto amargo se te pegaba al paladar y te hacia la saliva espesa. así, la soledad te envolvía de la mano del humo de los gavilan y la musiquita navideña, casi terrorifica, de unas lucecitas a medio funcionar. gloria decadente de lo que alguna vez podríamos haber sido pero nunca fuimos (cuanta razón tenía sabina cuando decía que es peor añorar lo que nunca fue), el fenix condensaba las almas en soledad de forma exquisita; de amor ni hablar, solo había que encontrar otro cuerpo que se mantuviese cercano para hacernos creer que combatiamos las noches frías del invierno amparados en un tumulto de anónimos tristes. mas luego, con la salida del sol, la tarea se alivianaba y podíamos olvidarnos de las soledades hasta la próxima noche.
fue así como en menos de dos semanas, habíamos recorrido todos los cabarulos de aquella ciudad del sur donde vivíamos. era invierno, recuerdo, porque la tristeza pegajosa que me generaba entrar a esos lugares era acompañada siempre de la sensación de tener mi nariz congelada y pequeños estremecimientos de frío.
del mas berreta al más cuidado, la sensación era la misma en todos. el vacio y soledad de los rostros de las mujeres era similar (aunque su peso aumentaba a medida que las tarifas bajaban). la modalidad era siempre la misma. entrabamos, nos sentabamos en una mesa, mirabamos a nuestro alrededor. ellos y ellas pedían una cerveza y se reían de los personajes sentados en aquellos lugares. yo, en cambio, me abstraía de los comentarios maliciosos y sentía que de alguna forma la melancolía berreta de esos lugares tenía algo que ver conmigo.
en el adán y eva, por ejemplo, el ambiente era festivo. sin embargo, la tristeza estaba igual, tal vez más presente incluso por la falsedad hipócrita del jolgorio colectivo. el tipo del pianito condensaba en todo él el patetismo payasesco de la escena. estaba ahí, tocando en su teclado de forma extraordinaria una, dos, tres, cinco canciones de cumbia. en un momento, se da vuelta y mira a su público (putas, borrachos, marineros y nosotros) y dice: para cambiar un poco, esta noche traje un par de temas de rock nacional. ¿les parece que toque algunos?.
de pronto, los borrachos parecieron despertar y expresaron su disgusto por el cambio de guión: no loco, cumbia, tocá cumbia cheee.
la cara de resignación del tipo hizo que yo le gritara: dale, tocate una de virus. mis compañeros de mesa, entre divertidos y obligados por una cuestión de lealtad, apoyaron mi moción tibiamente mirando con incomodidad a los costados.
el tipo semi sonrió y dijo: para la chiquita de ojos negros sentada en la mesa de allá.
tocó imagenes paganas de forma impresionante. recibió al terminar unos pocos aplausos, provenientes de nuestra mesa. me volvio a mirar, y repitió como una letanía al micrófono: vengo agotado de cantar en la niebla. inmediatamente volvió a comenzar con su repertorio habitual. los marineros borrachos aplaudieron la vuelta al libreto más enardecidos que lo habitual. el tipo tocó otras 10 canciones de ritmo similar. de pronto se levantó del butacón, guardó con primoroso cuidado el instrumento, nos miró y saludó con una inclinación y desapareció por la puerta de entrada. al rato, cuando salimos, nos lo encontramos sentado contra un árbol en la entrada del lugar. no nos miró, escuchaba musica absorto con unos auriculares, mientras hacía el gestito de tocar el piano con sus dedos.
el fénix, por otro lado, era el más deprimente de todos. pero también era mi preferido. fuimos un par de veces bajo protesta de mis amigos varones (ni siquiera hay putas que se puedan mirar belén). había algo de ese lugar que me fascinaba. para entrar, tenías que subir como tres pisos de una escalera de cemento alisado angosta. al entrar al lugar, el humo de cigarrillos berretas estilo los gavilán te envolvía. era un olor a cigarro duro, penetrante, que te producía que tosas casi de forma instintiva. las putas eran enormes. medias de red, shorts de cuero plástico negro, corsets desgastados de colores horribles (violeta, naranja, amarillos ocres, bordó) indicaba que el genio del dueño había decidido vestir a sus nenas como si fueses un grupo de pop, todas iguales pero con diferentes colores. ninguna debía pesar menos de 120 kilos. las luces del lugar, apagadas, y unos foquitos prendidos con papel celofán puesto encima para que diesen luminosidad azulada le daban al lugar el toque surrealista necesario. había una pared que separaba el lugar de las mesas (de plástico, tipo de jardín, con una silla de cada tipo con el tapizado desgastado) del lugar para bailar. sin embargo, la pared tenía una abertura con forma de corazón (en serio) que te permitía mirar a la pista de baile. allí, las putas bailaban apretadas con sus futuros clientes. enormes, parecían envolver a esos tipos que quedaban extrañamente pequeños en relación con ellas. el cuadro kitsch se completaba con la decoración de lucecitas navideñas en pleno julio, colgadas de las ventanas empañadas por el frio contrastante de afuera y el calor humano de dentro. pero no eran cualquier tipo de lucecitas, sino las de colores con musiquita. la mitad de las luces no prendían y la musiquita sonaba, ronca y gastada, de fondo. cada vez que la musica general del lugar saltaba o se paraba, quedaba solo el sonido de la musica navideña que, arrastrada, y con un ritmo mas lento que el habitual, daba un marco que parecía indicarnos en forma de cuadro monstruoso donde estábamos, que ya no eramos niños y que en julio los arreglos navideños condensaban más que nunca ese malestar que generan en cualquier época del año: las navidades son las peores fechas del mundo para pasar en soledad. en el fenix, parecían querer indicarnos, era siempre navidad.
si alguien me pidiese que describiera que es para mi la desolación,ese cabaret sería la imagen perfecta. la tristeza allí era contagiosa, el gusto amargo se te pegaba al paladar y te hacia la saliva espesa. así, la soledad te envolvía de la mano del humo de los gavilan y la musiquita navideña, casi terrorifica, de unas lucecitas a medio funcionar. gloria decadente de lo que alguna vez podríamos haber sido pero nunca fuimos (cuanta razón tenía sabina cuando decía que es peor añorar lo que nunca fue), el fenix condensaba las almas en soledad de forma exquisita; de amor ni hablar, solo había que encontrar otro cuerpo que se mantuviese cercano para hacernos creer que combatiamos las noches frías del invierno amparados en un tumulto de anónimos tristes. mas luego, con la salida del sol, la tarea se alivianaba y podíamos olvidarnos de las soledades hasta la próxima noche.
Genial. Recuerdo dos idas a cabarulos con unos amigos, uno en floresta y el otro en mar del plata, siempre fue por el fetiche de ir y vivir un momento bizarro, porque eran lugares realmente decadentes, muy parecidos al FENIX, con la diferencia que habia tipos dormidos arriba de mesas y olor agrio a vómito viejo. Aventuras macabras a nuestros 17 años, desentonabamos mucho con esos lugares, era atractivo entrar a algo que era muy parecido a otro mundo, y tambien era un poco cruel hacerlo sabiendo que podiamos irnos lo mas campantes cuando quisieramos. Era salir y reirse a carcajadas, pero medio deprimidos, por lo menos yo.
ResponderEliminarlos anónimos son los que se dedican a decirme GORDA GORDA GORILA GORDA ENANA GORDA.
Eliminaro me decís gorda, o firmás con nombre. vos elegí (?).
(jaja, no. es que me gusta saber quién dice que).
GORILA AGUANTE PACHO
EliminarUna de las entradas que más me gustó, contagia todo lo que relatás, la tristeza helada, el pegote...
ResponderEliminarlinda sos.
EliminarMe gustó esto:
ResponderEliminar"el fenix condensaba las almas en soledad de forma exquisita"
Pasé por una etapa en la secundaria que hacía algo similar, salvo que en mi grupo no habían mujeres que nos siguieran
Me acuerdo de haber subido esa escalera de El Fénix bien de pibe con la adrenalina al mango, como si fuera a descubrir algo...
lejos, el mejor post.
ResponderEliminarbellamente escrito.
Juli
No se cómo será en "el sur", pero acá en la ciudad está muy complicado. Me refiero a la posibilidad de encontrar una mina interesante, y no hablo de cabarets, eh! No, una mina de esas atractivas, que te llame la atención previamente a comprobar si tiene o no tiene buen culo. Vos sos una de ellas, con ese "no se qué"... felicitaciones!
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